TEXTO DE ELOY TIZ�N LE�DO EN EL ACTO DE PRESENTACI�N DE CR�NICAS DEL OMBLIGO
Que yo sepa, la gran mayor�a de escritores espa�oles de
nuestra generaci�n �los que nacimos en los a�os 60� tenemos contra�da una enorme
deuda de gratitud con la literatura hecha en Am�rica Latina. No reconocerlo as�
ser�a cometer un pecado de omisi�n. Apellidos ya m�ticos como los de Borges,
Cort�zar, Onetti, Lezama Lima, Rulfo y tantos otros, constituyeron en su d�a
esas lecturas formativas que, devoradas vorazmente en la adolescencia, en
ediciones muchas veces baratas, de bolsillo, terminan conformando el patrimonio
de una sensibilidad lectora exigente. Buena parte de nuestro amor por la
literatura se basa en el hechizo que esas historias de tigres y laberintos, de
trompetistas de jazz bohemios y astilleros en ruinas, de pueblos fantasmales
poblados por ecos de ultratumba denominados Macondo o Comala, despertaron en una
serie de mentes j�venes �vidas de emociones est�ticas fuertes. A esa edad, en
esa �poca, esta literatura que digo nos ofrec�a unos modelos para so�ar y
reconocernos que los adolescentes de aquel tiempo no encontr�bamos �o s�
encontr�bamos pero con mucha menos frecuencia e intensidad� en la literatura
oficial que se hac�a entonces en nuestro pa�s, reci�n salido de una dictadura
militar de cuarenta (�o fueron cuatrocientos?) a�os.
Junto a los primeros televisores en color, los frigor�ficos comprados a
plazos y los primeros autom�viles de tonos pastel, del otro lado del oc�ano
llegaron esas ficciones que algunos etiquetaron, no sin cierta precipitaci�n, de
boom o realismo m�gico. No importan las etiquetas; pasan las etiquetas; quedan
los libros. Espejo en que reflejarnos, lo que la literatura de la otra orilla
nos ofrec�a, en primer lugar, era nuestro mismo idioma pero tratado con una
vitalidad pasmosa, con un rigor de alucinados; era y no era la misma lengua;
nosotros no imagin�bamos que el lenguaje pudiese albergar tanta riqueza de
voces. El lenguaje parec�a haber sido concebido en estado de gracia, sacudido
por estallidos de lirismo, filtrado a su vez por hallazgos procedentes de otros
idiomas (como Faulkner), todo lo cual irradiaba una sana vocaci�n de ruptura,
experimentaci�n y en una palabra: felicidad.
Quiero pensar que all� se estableci� un di�logo fecundo entre ambas
orillas que todav�a no ha terminado; que ambas geograf�as, siendo tan
diferentes, encontraron sin embargo un terreno com�n, una misma pista de
despegue y aterrizaje, una influencia mutua, un viaje de ida y vuelta, del que
todos salimos mejores y enriquecidos; que entre ellos y nosotros se establece
una relaci�n de boomerang que nos transforma; pues yo pienso que el boomerang
que uno lanza es distinto al que uno recoge en sus manos.
En ese contexto quisiera colocar un libro como el que hoy presentamos.
Los grandes maestros a que me he referido antes murieron; hoy, con toda
justicia, se los venera como lo que son, como cl�sicos. Pero la vida contin�a, y
una nueva hornada de autores cargados de nuevas historias viene a tomar el
relevo. Me parece significativo que sea en el terreno del cuento en el que
muchos de ellos ofrezcan sus frutos. En efecto, a diferencia de lo que ocurre en
nuestro pa�s, una de las se�as de identidad de la literatura escrita en
Latinoam�rica es su maestr�a excepcional en el manejo de las formas breves
propias del relato. Quiz� ello se deba al magisterio norteamericano, donde el
cuento es religi�n, o a la vitalidad de su tradici�n oral, que a�n permanece
activa. El caso es que el relato florece con una fuerza expansiva de la que
aqu�, por desgracia, carecemos. En nuestro pa�s, en general, al cuento se le
considera err�neamente como el pariente pobre de la novela, se le minusvalora y
se le presta una atenci�n marginal, si exceptuamos iniciativas llenas de arrojo
como la de Juan Casamayor al frente de su editorial P�ginas de Espuma,
consagrada a reivindicar el cuento, lo que en medio de este paisaje cultural
des�rtico constituye una especie de oasis milagroso, de cuya existencia todos
debemos congratularnos. Pues por muchos cuentos que se publiquen, nunca ser�n
suficientes, siempre ser�n pocos, el cuento es un g�nero adictivo y siempre nos
quedaremos con ganas de escuchar un cuento nuevo, otro m�s, otro milagro.
Se requiere coraje, s�, y verdadero amor al oficio,
para editar por sorpresa libros valientes como estas Cr�nicas del ombligo,
del escritor mexicano reci�n llegado Armando Mor�n, donde se vuelcan algunas
de las mejores cualidades formales que he citado antes. Como en seguida
comprobar�is los lectores, Cr�nicas del ombligo es un libro de relatos
en el que abundan pasajes de una oralidad exaltada, en los que el autor
demuestra su dominio para los di�logos y su buen o�do para captar el tono
coloquial. Cr�nicas es un libro escrito a pie de calle, peatonal,
auditivo, que tiene en la plaza del Z�calo de M�xico DF y en sus alrededores
su n�cleo � o su ombligo, para utilizar la expresiva met�fora de nuestro
autor� y en cuyo magma encuentra el narrador el material humano imprescindible
que �l necesita para erigir sus ficciones. �El aire est� lleno de voces
descalabradas�, leemos en la p�gina 73. Y justo �sa es la misi�n del poeta:
recoger y dar cabida a las voces descalabradas que vagan sueltas por el aire.
Como Armando Mor�n tiende a la exageraci�n y a la desmesura, varios de
estos relatos de amor y muerte se resuelven en una especie de sainetes
sentimentales salidos de madre, sobre un fondo de corrupci�n pol�tica y
descomposici�n social. Las historias que buscan a este escritor son cotidianas
y pasionales, enredos folletinescos de p�gina de sucesos que ser�an
impertinentes si no estuviesen corregidos por una iron�a siempre alerta,
afilad�sima. El humor y la iron�a aparecen en primer plano y nunca decaen en
su prosa. Por ello no son historias f�nebres, ni deprimentes, pese a que en
ellas la presencia de la muerte (de �la Pelona�, para usar una expresi�n
mexicana) es constante. Lo notable es que por debajo de ellas asoma de vez en
cuando una extra�a flor de ternura y delicadeza y una suerte de inesperado
feminismo � qui�n lo dir�a� viene a iluminar de pronto piezas con momentos tan
crueles como �La receta�, �RompeCabezas� o �Pan de cada d�a�, relato este
�ltimo en que el autor, en mi opini�n, nos da lo mejor de su arte.
Como buen hijo de su tiempo, Armando Mor�n recicla con desparpajo
c�digos �ticos y est�ticos procedentes del cine y la publicidad, recursos
sacados de la tira c�mica y de la m�sica pop, de la denominada cultura de
masas, y ah� es donde mejor se percibe que el autor pertenece a una generaci�n
distinta a la del boom, con menos bibliotecas y m�s auriculares; una
generaci�n alimentada a base de est�mulos audiovisuales, zapping televisivo y
pantallas de videojuegos. Esto, en principio, no es ni bueno ni malo; depende
de c�mo se use. Lo que s� es cierto es que todo esto, por fuerza, tiene que
influir en la manera de narrar y afectar a la manera de contar historias, que
se vuelven menos r�gidas y exhaustivas para ganar en rapidez, en
fragmentariedad, en ritmo �gil y nervioso, acerc�ndose a esas seis
caracter�sticas en las que Italo Calvino cifr� las claves de la modernidad
literaria del siglo xxi: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad,
multiplicidad y firmeza. Rasgos todos ellos que abundan en este libro. Baste
citar como ejemplo, entre los muchos posibles, la ruptura �tan
cinematogr�fica� de la unidad narrativa y el narrador omnisciente, en
beneficio de la multiplicidad de puntos de vista y la superposici�n de voces
distintas, a veces en un mismo p�rrafo.
El secreto para mentir bien �y esto es algo que todos hemos o�do decir
en alguna ocasi�n� consiste en que uno se crea su propia mentira. El mentiroso
torpe es aquel que no transmite convicci�n al oyente; aquel que miente sin
ganas. Pues bien, en este c�rculo de mentirosos que es la literatura, me
atrevo a afirmar que Armando Mor�n es un embustero de calidad; alguien que
cree en su propia mentira, que juega su propio juego y que disfruta con su
enga�o, lo cual hace que el lector tambi�n se la crea, que participe, se
apasione y disfrute al menos tanto como �l ha disfrutado a solas fabricando
estos espejismos.
Mentir tambi�n puede ser un arte, como lo demuestran estos nueve cuentos
umbilicales que hoy presentamos y a cuya lectura tengo el placer de invitarles
� Eloy Tiz�n
Madrid, Martes 29 de octubre, 2002