Agradecimientos
Introducción
John Collins y Ross Glover
1.
Ántrax
R. Danielle Egan
2. Blowback
Patricia M. Thornton y
Thomas F. Thornton
3. Civilización
contra barbarie
Marina A. Llorente
4. Cobardía
R. Danielle Egan
5. Fundamentalismo
Leah Renold
6. Intereses
vitales
Natalia Rachel Singer
7. Justicia
Erin McCarthy
8. La
guerra contra _____
Ross Glover
9. Libertad
Andrew D. van Alstyne
10. Maldad
Laura J. Rediehs
11. Objetivos
Philip T. Neisser
12. Terrorismo
John Collins
13. Unidad
Eve Walsh Stoddard y
Grant H. Cornwell
14. Yihad
Kenneth Church
Apéndice: Alternativas a los medios de comunicación estadounidenses establecidos
Colaboradores
p. 14 Zone 4: Fear and Desire (Miedo y deseo). Reproducida con el permiso de Zone 4.
p. 52 Ross Glover: Steroids for Dummies (Esteroides para idiotas). Reproducida con el permiso de Ross Glover.
p. 64 Zone 4: Evil (Maldad). Reproducida con el permiso de Zone 4.
“Harry Potter
Este es un nuevo tipo de maldad, y lo comprendemos, y el pueblo estadounidense está empezando a comprender, esta cruzada, esta guerra contra el terrorismo, va a llevar su tiempo, y el pueblo estadounidense debe tener paciencia [...] Libraremos al mundo de los malvados. Han despertado a un gigante poderoso, y no se equivoquen, estamos decididos.”
p. 108 Zone 4: Hero (Héroe). Reproducida con el permiso de Zone 4.
p. 154 Ross
Glover: Common Terrorism (Terrorismo
común). Reproducida con el
permiso
de Ross Glover.
p. 174 Zone 4: Flag (Bandera). Reproducida con el permiso de Zone 4.
p. 190 Ross
Glover: Crude Binary (Crudo binario).
Reproducida con el permiso
de
Ross Glover.
p. 206 Ross Glover: Infinite End (Fin infinito). Reproducida con el permiso de Ross Glover.
Al recopilar este libro, nos hemos beneficiado de la lectura, el estímulo y el apoyo logístico de numerosas personas. Primero, queremos expresar nuestro profundo reconocimiento a los colaboradores, quienes tuvieron que realizar los artículos y el material gráfico en un espacio de tiempo muy breve. Sin su buena disposición para dejar de lado otros compromisos personales y profesionales frente a circunstancias extraordinarias, no habríamos podido terminar el libro de un modo tan oportuno.
También estamos agradecidos a los muchos estudiantes de la Universidad de St. Lawrence que accedieron a leer partes del libro, proporcionándonos valiosas consideraciones, a los colegas de nuestra facultad en St. Lawrence, quienes nos animaron a embarcarnos en el proyecto en primer lugar, y especialmente al Departamento de Estudios Globales.
Dado que el libro surgió durante las convulsiones subsiguientes al 11 de septiembre, el trabajo que se recoge aquí es inevitablemente producto de ese momento. Los últimos meses de 2001 vieron no sólo un aumento repentino en la predecible y a menudo acrítica retórica del patriotismo y el militarismo, sino también un tremendo número de artículos escritos por hombres y mujeres valerosos que se atrevieron a hacer preguntas, a resistir la prefabricada noción de que la guerra era inevitable, y a colocar los acontecimientos del 11 de septiembre en un contexto político más amplio. Como autores, estamos profundamente en deuda con estas voces críticas, a algunas de las cuales —Arundhati Roy, Robert Fisk, Edward Said, y otros— se hace referencia en el libro.
Stephen Magro y el personal de New York University Press se mostraron extremadamente amables y accesibles desde el comienzo del proyecto. Gracias a Zone 4 por autorizar el uso de varias de las imágenes que separan los capítulos. Finalmente, un agradecimiento especial para Stephen Pfhol, quien puso en marcha la maquinaria al ayudarnos con los contactos iniciales.
El lenguaje es una organización terrorista, y nos mantenemos unidos contra el terrorismo. Este libro es una recopilación de artículos escritos para desvelar la tiranía de la retórica política utilizada para justificar “la nueva guerra estadounidense”. Desde Buchenwald a Ruanda, desde Wounded Knee a Watts, desde los gulags de la Rusia estalinista a las masacres de Sabra y Chatila, desde San Salvador a Srebrenica, los campos de matanza del mundo moderno no respetan frontera nacional alguna. Todos estos lugares son, en cierto sentido, el mismo lugar, donde las prácticas de la guerra destruyen el sueño de los Derechos Humanos. En octubre de 2001, Estados Unidos organizó todos sus recursos y comenzó a bombardear uno de esos lugares, Afganistán; causando vergonzosamente el regreso de uno de los países más pobres del mundo a la lista de zonas internacionales en guerra. Los representantes del gobierno estadounidense, como sus homólogos en décadas pasadas, intentaron generar apoyo público para sus acciones recurriendo a ideas tan poderosas como abstractas: libertad, civilización, terrorismo, maldad. Este lenguaje requiere ser cuestionado dondequiera que se encuentre. Los artículos de este libro exploran el uso de semejante lenguaje por parte de los líderes políticos y los principales medios de comunicación estadounidenses en la estela de los atentados del 11 de septiembre.
Hemos titulado este libro Lenguaje colateral para ilustrar el hecho de que, aunque el lenguaje da siempre forma a nuestras vidas, los efectos del lenguaje durante la guerra son únicos. Igual que “daño colateral” describe los daños militares más allá de los objetivos previstos, “lenguaje colateral” se refiere al lenguaje que la guerra como práctica añade a nuestro léxico en curso, así como a los significados añadidos que ciertos términos adquieren en tiempo de guerra. Llamamos al lenguaje una organización terrorista para ilustrar los verdaderos efectos del lenguaje sobre los ciudadanos, en especial durante los tiempos de guerra. El lenguaje, como el terrorismo, convierte a los civiles en sus objetivos y genera miedo para efectuar cambios políticos. Cuando nuestros líderes políticos y nuestros medios de comunicación emplean términos como Ántrax, amenaza terrorista, locos, y armas biológicas, emerge una clase específica de temor, tanto voluntaria como involuntariamente. Todos constituimos objetivos para esta clase de lenguaje y nos afecta a todos también. Al margen de la veracidad de las palabras, el lenguaje colateral produce efectos más allá de su significado. El título Lenguaje colateral y la referencia al lenguaje como una organización terrorista subrayan estos efectos.
Durante la guerra emergen numerosos términos y locuciones para describir, justificar y explicar las acciones de una nación al pueblo de esa nación. El léxico político-militar estadounidense emplea ciertos términos de manera concreta para producir las reacciones deseadas en sus ciudadanos. La mayoría de estos términos nos resultan familiares, y a menudo parecemos responder a ellos como si entrañasen mensajes específicos y significativos. Sin embargo, interrogar la historia y el desarrollo de tales términos nos hace a menudo conscientes de que sus significados cambian y sus efectos pueden matar. La utilización de tipos concretos de lenguaje con propósitos políticos forma parte de una larga tradición histórica en el desarrollo humano y, para comprender cualquier sistema político, debemos comprender el significado creado por ese sistema. En lugar de aceptar a ciegas el sentido, uso y verdad de los líderes políticos y las noticias, tenemos la obligación, como ciudadanos de un Estado democrático, de cuestionar, discutir y comprender el lenguaje que nos proporcionan quienes afirman representar nuestros intereses. Con esto en mente, hemos desarrollado cinco amplias maneras de comprender el impacto que el lenguaje produce en nosotros como ciudadanos: consentimiento, percepción, efectos reales, historia y posibilidad. Cada artículo de esta recopilación reflexiona sobre una o más de ellas; tomadas en conjunto, ofrecen un modo más sofisticado e interesante de escuchar la retórica impartida por los medios de comunicación establecidos y nuestros líderes políticos.
Fabricando el consentimiento
Fomentar el apoyo del pueblo es un proyecto principal de cualquier retórica política. La Alemania de Hitler constituye el más crudo ejemplo de este proceso en el siglo xx. Empleando el lenguaje de la unificación suministrado mediante sofisticadas técnicas de propaganda, Hitler logró convertir a muchos de sus compatriotas en racistas asesinos. La lección que muchos sugieren que deberíamos aprender, y a menudo volver a aprender, es que incluso los pueblos más “civilizados” son homicidas potenciales, si se les convence de lo “correcto” o “necesario” de sus acciones. Este periodo nos enseña otra lección importante: si el Estado sabe cómo utilizar el lenguaje adecuado, puede convencer a su pueblo para que cometa los actos más atroces. El siglo xx ha visto a Estados Unidos desarrollar un conjunto de sofisticadas herramientas lingüísticas (algunos podrían llamarlas armas) para fabricar consentimiento y apoyo generalizados para sus políticas tanto interiores como exteriores. Estas herramientas no son perfectas, como ejemplifican las protestas contra la guerra de Vietnam. No obstante, las herramientas lingüísticas se modifican constantemente, especialmente en el caso de que fallen, y los estrategas políticos estadounidenses aprendieron mucho con Vietnam. Justo por esto se negó el acceso de los medios de comunicación a las acciones de EE.UU.. en Panamá, Irak y Afganistán en los últimos años. Cuanto más control ejerce el Estado sobre el lenguaje que escucha y las imágenes que ve una población, más fácil resulta desarrollar el consentimiento “democrático”.
El uso de términos imprecisos es una estrategia empleada por los líderes políticos estadounidenses para crear el consentimiento de la población. Muchos de los artículos de Lenguaje colateral recalcan esta realidad. Términos tales como libertad, justicia, terrorismo y maldad ofrecen excelentes ejemplos de cómo el lenguaje puede ser utilizado para producir consentimiento. Todos queremos libertad y justicia y todos nos oponemos a la maldad y al terrorismo, pero rara vez nos cuestionamos el significado de estos términos; creemos que sabemos lo que significan hasta que intentamos definirlos. Así, empleando este tipo de lenguaje un político puede justificar una variedad de acciones distintas impunemente: “Para proteger nuestra libertad, debemos derrocar al malvado gobierno de [introducir país]”. Criticar esta clase de declaración resulta difícil en el mejor de los casos porque la mayor parte de la gente quiere la libertad y sólo unos pocos apoyan activamente la maldad. Este sencillo ejemplo demuestra la manera en que una compleja decisión geopolítica obtiene el apoyo de muchos sin la necesidad de comprender el significado específico de nada.
Lo que oyes es lo que ves
En un contexto más amplio que el simple consentimiento, el lenguaje, como algo específicamente humano, determina cómo vemos el mundo en general. De saber la diferencia básica entre una manzana y una granada de mano a saber cuál es mejor tener en una situación concreta, el lenguaje es imprescindible. Aunque no siempre nos damos cuenta, el lenguaje actúa como un factor determinado en la creación de nuestras percepciones del mundo. Por ejemplo, una persona puede observar un todo-terreno y pensar “qué excelente automóvil”, mientras otra persona puede observar el mismo vehículo y pensar “vaya monstruo traga-gasolina, qué perjuicio para el medio ambiente”. El lenguaje moldea cada una de estas reacciones. Si la segunda persona no hubiera oído hablar de las emisiones de dióxido de carbono, el calentamiento del planeta y el combustible que consume un todo-terreno, probablemente no habría respondido de forma tan negativa. Sin embargo, conociendo estos datos, el todo-terreno puede literalmente no verse como un vehículo tan agradable. Esta clase de comprensión lingüística puede referirse a cualquier aspecto de nuestras vidas pero, para el propósito de esta obra, parece más importante concentrarse en el ámbito político. Para comprender la retórica política con seriedad, resulta necesario reconocer que lo que oímos afecta significativamente a nuestra manera de ver el mundo y a personas concretas en ese mundo.
Estados Unidos posee una larga historia de segregación racial y discriminación, y esa historia ilustra cómo el lenguaje determina nuestras percepciones. A grandes rasgos, podemos imaginarnos cómo hablaba la gente blanca sobre la gente de tez oscura en los albores de la historia estadounidense. A menudo se aludía a las personas de tez oscura como primitivas o animales. Este lenguaje justificaba la brutal esclavitud y explotación de esas personas. En el siglo xxi la raza sigue teniendo importancia, pero las percepciones de la gente de tez oscura han cambiado significativamente. En lugar de ser caracterizados por un lenguaje que permita la esclavitud, los afro-americanos se asocian a menudo ahora, mediante el lenguaje, con el crimen, la pobreza, la vagancia y las drogas. Esto crea tipos concretos de percepciones raciales que no presentan a la raza de una manera fiel, pero son también muy diferentes a las percepciones durante la esclavitud. Ver un grupo de hombres negros caminando por las calles de una gran ciudad puede provocar sentimientos muy diferentes en algunos individuos a ver un grupo de hombres blancos. Los dos grupos pueden ostentar la misma probabilidad de ser violentos o no, pero en muchos casos, el grupo de hombres negros será percibido como más peligroso —el lenguaje crea nuestras percepciones.
Esta comprensión del lenguaje cobra especial importancia cuando analizamos el desarrollo de los acontecimientos a partir del 11 de septiembre de 2001. Desde ese momento, emergió un sistema de percepciones que vinculaba a cualquier persona que pareciera “como si” proviniera de Oriente Próximo. El aumento inmediato en los crímenes de índole racial después de los atentados demuestra la importancia de estas percepciones. Los estadounidenses como nación comenzamos a percibir el peligro en la gente basándonos en el color de la piel, o en la asociación de ciertos rasgos corporales con amenazas tales como el Ántrax (véase “Ántrax”). Para principios de noviembre, el gobierno estadounidense había arrestado a más de mil personas, de las cuales prácticamente todas eran árabes o musulmanes, en la mayoría de los casos sin cargos. Esto constituyó la detención más significativa de un grupo racial desde el internamiento de los japoneses americanos durante la II Guerra Mundial. Pese a que estas detenciones puedan parecerles justificadas a algunos, es importante recordar que tras el atentado de Oklahoma City, el gobierno no arrestó a nadie cuyo nombre sonara irlandés más que a Timothy McVeigh. Tampoco se empezó a considerar a todos los blancos, cristianos o antiguos marines sospechosos de terrorismo tras este atentado. Con esto en mente, el impacto del lenguaje en la percepción se hace patente. Porque el ciudadano de Oriente Próximo ha sido vinculado con el terrorismo a través del lenguaje, resulta fácil ver a todas las personas que parecen de esa región como posibles terroristas. Este aspecto del lenguaje ayuda a los gobiernos a fabricar el consentimiento para la discriminación contra determinados grupos de personas.
Los efectos reales del lenguaje
Como cualquier estudiante universitario sabe, las teorías sobre la “construcción social” y los efectos sociales del lenguaje se han convertido en un componente habitual del estudio académico. Los críticos conservadores argumentan a menudo que quienes utilizan estas teorías (por ejemplo, la deconstrucción) están hablando “simplemente” del lenguaje, en lugar de hablar del “mundo real”. Los artículos de este libro, al contrario, parten de la premisa de que el lenguaje importa de la forma más concreta e inmediata posible: su utilización, por parte de los líderes políticos y militares, conduce directamente a la violencia en forma de guerras, asesinatos en masa (incluido el genocidio), destrucción física de comunidades humanas y devastación del entorno natural. Efectivamente, si el mundo llegase jamás a ser testigo de un holocausto nuclear, se debería probablemente a que los líderes de más de un país hubieran conseguido convencer a su pueblo, mediante el uso del lenguaje político, de que el uso de las armas nucleares y, si fuera necesario, la destrucción de la tierra misma es justificable. Desde nuestra perspectiva, por tanto, todo acto de violencia política —desde las atrocidades perpetradas contra los indios americanos, al asesinato de disidentes políticos en la Unión Soviética, pasando por la destrucción del World Trade Center y ahora los bombardeos sobre Afganistán— está íntimamente vinculado al uso del lenguaje.
Naturalmente, aquí estamos hablando en parte de los procesos para “fabricar consentimiento” y moldear nuestra percepción del mundo que nos rodea; existen más probabilidades de que la gente apoye actos de violencia cometidos en su nombre si los receptores de la violencia han sido clasificados como “terroristas”, o si la violencia se presenta como una defensa de la “libertad”. Analistas de prensa como Noam Chomsky han escrito con elocuencia sobre los efectos corrosivos de este tipo de procesos en la cultura política de sociedades supuestamente democráticas. A riesgo de afirmar lo obvio, no obstante, los efectos más fundamentales de la violencia son los que se infligen sobre los blancos de esa violencia; el lenguaje que da forma a la opinión pública es el mismo lenguaje que quema pueblos, asedia poblaciones enteras, mata y mutila seres humanos, y deja la tierra marcada por los cráteres de las bombas e infestada de minas. Como George Orwell ilustró tan célebremente en su obra, los actos de violencia se vuelven fácilmente más aceptables mediante el uso de eufemismos tales como “pacificación” o, para referirnos a un ejemplo discutido en este libro, “objetivos”. Es importante señalar, sin embargo, que la necesidad de dicho lenguaje proviene del simple hecho de que la violencia en sí es aborrecible. De no ser por el lenguaje abstracto de los “intereses vitales” y los “ataques quirúrgicos” y el lenguaje adulador de la “civilización” y las guerras “justas”, habría menos posibilidades de que apartásemos nuestra mente de los efectos físicos de la violencia.
El vínculo entre lenguaje y violencia funciona al menos de dos maneras que se combinan para crear un ciclo interminable de justificación. Primero, el lenguaje ayuda a crear un clima en el cual la necesidad de una acción militar parece evidente. Casi inmediatamente después del 11 de septiembre, periodistas supuestamente “objetivos” coreaban a políticos y entendidos al afirmar: “Estados Unidos no tiene otra elección que responder” dotando de ese modo a la subsiguiente guerra de un aura de inevitabilidad. Los miembros de la administración y los comentaristas simpatizantes alimentaron el mismo proceso con observaciones similares: “Debemos responder enérgicamente contra el terrorismo”, o “Si no hacemos nada fomentaremos más terrorismo”. Para cuando los militares comenzaron a descargar sus bombas sobre Afganistán a principios de octubre, el uso del lenguaje ya había abonado el terreno por lo que apenas se escuchó oposición pública. En términos de cobertura mediática, la nueva guerra ha hecho que la sumamente controlada guerra del Golfo de 1991 parezca un festival sin restricción de periodismo de investigación. Sin embargo, incluso en un ambiente donde se controla tanto la información, la existencia de violencia posee el potencial de generar repulsa por parte del público lector y telespectador, y aquí es donde el lenguaje juega un segundo papel, relacionado con el anterior.
El lenguaje militar que se repite de forma tan generalizada en los medios de comunicación mitiga el impacto visceral de la violencia en los ciudadanos de a pie. Hablar de “daños colaterales” es muy distinto a reconocer los miembros amputados, los tímpanos perforados, las heridas de metralla y el terror psicológico causados por los bombardeos intensivos; incluso el hablar de “bajas civiles” desvía la atención de los efectos reales de las bombas. Tales eufemismos (“incursiones aéreas”, “posiciones talibanes”, “bombas inteligentes”) trabajan en dos direcciones, tanto haciendo que la violencia ya cometida resulte más aceptable como ablandando al público para que las futuras acciones militares se parezcan más a un videojuego que a lo que son en realidad: actos de violencia que causan muertes, lesiones y destrucción.
El lenguaje y la historia
Las palabras tienen su historia. Éste es un elemento del lenguaje que anima todos los artículos de esta recopilación. Naturalmente, escuchando las declaraciones de aquellos que ostentan el poder en EE.UU.., uno se vería tentado a concluir que este no es el caso. Cuando se invoca una palabra como “maldad”, por ejemplo, es casi como si la palabra hubiera simplemente caído del cielo con un significado tan universalmente claro como inmutable. Una visión histórica demostraría que la creencia estadounidense de que su gobierno es incapaz de cometer actos de “maldad” tiene mucho que ver con el hecho de que los estadounidenses han estado escuchando, durante toda su vida, que la “maldad” reside en “otros” lugares (la Unión Soviética, Cuba, Irak). Esto posibilita que George W. Bush (o cualquier otro miembro prominente del gobierno) hable de “malvados” y que sus palabras además de ser comprendidas no sean cuestionadas. La gente que secuestra aviones y mata civiles es malvada; ¿qué podría estar más claro? No obstante, al salir del círculo del debate público estadounidense se descubre que existe poco consenso frente a la utilización que Bush hace de este término. Claramente, los partidarios de Osama bin Laden ven los atentados del 11 de septiembre como la misma antítesis del mal y podrían, por lo tanto, utilizar otras palabras (“heroicos”, “justificados”) para describirlos; otros en Oriente Próximo podrían condenar los atentados pero insistir en que resultan simplemente equivocados, no malvados. Alrededor del mundo habrá quien recuerde a Estados Unidos cometiendo acciones violentas en el pasado, recuerdos que les harán mostrar un cierto escepticismo ante los actuales intentos estadounidenses de definir la “maldad” para todos.
Las palabras, entonces, carecen de significados inherentes; en su lugar, han de ser dotadas de significado. Los procesos de creación de significado no ocurren de la noche a la mañana; más bien, ocurren históricamente, mediante el uso repetido, a menudo calculado y generalmente selectivo. Durante un largo periodo de tiempo, los esfuerzos de la elite política, financiera y mediática para “conseguir nuestro consentimiento” surten el efecto de lograr que algunos significados parezcan “naturales” y de reducir nuestra capacidad para ver a través de esos significados, o más allá de ellos. A pesar de que los significados no pueden fijarse nunca por completo —pues, como veremos en el siguiente apartado, siempre caben otras posibilidades—, pueden ser controlados y utilizados para generar niveles significativos de consentimiento público. En ningún momento resulta esto tan evidente como en las fases iniciales de las guerras y otras intervenciones militares de envergadura, cuando palabras como “justicia” y “libertad” llenan el ambiente y los índices de valoración de los presidentes se disparan junto a las cotizaciones en bolsa de los fabricantes de armas.
Cuando miramos a las palabras de esta manera, está claro que desenterrar sus historias —es decir, identificar y nombrar las fuerzas sociales que se han combinado para fijar el significado de determinadas palabras— puede ser un acto de resistencia política e intelectual. El hecho de que un grupo de teólogos conservadores estadounidenses se reuniera en el siglo xix para definir los “fundamentos” de la fe cristiana, y de que la noción de “fundamentos” fuera más tarde popularizada por dos hermanos cuya riqueza provenía del petróleo (véase “Fundamentalismo”), puede parecer un detalle histórico ligeramente interesante pero marginal en última instancia; sin embargo, en el contexto actual, el conocimiento de esta historia puede ayudarnos a generar una perspectiva crítica de cómo la noción de “fundamentalismo islámico” está siendo utilizada para crear apoyo a la guerra. De forma similar, la sola idea de declarar la “guerra contra el terrorismo” puede que parezca obvia y carente de problemas —hasta que consideramos que esta guerra exhibe un parecido interesante con la “guerra contra las drogas” e incluso la “guerra contra la pobreza” de los años sesenta (véase “La guerra contra _____”)—. Resumiendo, todos los artículos aquí presentes sugieren que la importancia de las palabras reside, no en las palabras en sí, sino más bien en el modo en que se utilizan, por quién y con qué resultado. Más concretamente, estos artículos demuestran que una de las mejores maneras de comprender los significados del “lenguaje colateral” es conectar el presente uso de los términos en cuestión con lo que a menudo resulta ser un largo desarrollo histórico.
La posibilidad del lenguaje
Mientras que la historia del lenguaje representa siempre un componente importante de la manera en que dicho lenguaje nos afecta, queremos dejar absolutamente claro que una de las características principales del lenguaje es el cambio. El poder del lenguaje para fabricar consentimiento reside en su capacidad para ser adaptado a varias situaciones en diferentes periodos de tiempo. Esta misma fuerza conduce también a su capacidad para funcionar contra el desarrollo político del consentimiento. Uno de los sucesos más llamativos tras los atentados al World Trade Center fue la eliminación casi absoluta de cualquier voz discrepante, y las despiadadas críticas dirigidas a quienes disentían de la Administración Bush, o incluso del lenguaje utilizado para discutir los acontecimientos. Bill Maher, por ejemplo, perdió su contrato con el programa de televisión Politically Incorrect (Políticamente incorrecto; cuyo mismo nombre exige que exponga la opinión impopular) porque sugirió que era más cobarde lanzar misiles desde miles de kilómetros de distancia que estrellar un avión contra un edificio (véase “Cobardía”), y la congresista Bárbara Lee (Demócrata por California) fue seriamente criticada por emitir el único voto en contra de conceder a George W. Bush facultad absoluta en la respuesta militar al terrorismo (véase “Unidad”). De hecho, Lenguaje colateral como proyecto, surgió como respuesta al silenciamiento de las voces críticas.
El lenguaje no ha de ajustarse a ninguna agenda política determinada, pero cuando es utilizado por el Estado, puede parecer que lo hace. Este libro demuestra cómo el lenguaje ayuda a fabricar el consentimiento y demuestra que el lenguaje, a veces el mismo lenguaje, crea la posibilidad de disentir. Ni el Estado, los medios de comunicación, los analistas políticos, ni los líderes religiosos son dueños de las palabras que utilizan para influir en nuestras creencias. En este sentido, el habla siempre es libre, al menos hasta el punto en que la hacemos tal. Hacemos que el lenguaje signifique cosas determinadas y, si queremos, podemos hacer que las palabras signifiquen lo que creemos que deben significar, en lugar de lo que una cabeza parlante intenta hacer que signifiquen. Todos los artículos de esta recopilación procuran, de un modo u otro, referirse a esta realidad. No estamos interesados en crear un nuevo lenguaje, sino en conseguir que el lenguaje que se nos ofrece en tiempo de guerra signifique otra cosa. Creemos, no obstante, que algunos términos ofrecen más posibilidad que otros. Algunos términos de guerra nos parece que necesitan ser reemplazados. Concretamente, palabras utilizadas para minimizar el impacto de la guerra tales como objetivos, daño colateral, civilización, barbarie, guerra contra _____, y terrorismo deben ser substituidas por términos con más probabilidades de representar la realidad. Por ejemplo, “daño colateral” podría ser reemplazado por “destrucción excesiva”. Cada vez que un término minimice el impacto destructivo real de nuestras acciones o deshumanice a grandes grupos de gente, creemos que requiere ser cuestionado con seriedad y posiblemente reformado.
Sin embargo, no todos los términos utilizados en época de guerra deben ser descartados. Una gran cantidad de términos presentes en Lenguaje colateral requieren que se reconozca a fondo sus posibilidades. Palabras tales como libertad, justicia y unidad representan la posibilidad de transformar de verdad nuestras tendencias más destructivas. En lugar de permitir que esas palabras nos induzcan al consentimiento a ciegas, podemos exigir su uso legítimo. Mejor que considerar libertad y justicia como llamamientos a la guerra, nosotros mismos podemos utilizar estos términos para comprender cómo la guerra puede comprometer semejantes conceptos. Mejor que utilizar la palabra unidad para oponer un grupo a otro, el término podría llegar a significar establecer contacto con otros para crear una democracia global. Podríamos comenzar, entonces, a imaginar un mundo en el que todos participen en el proceso de toma de decisiones. Semejante mundo podría cuestionarse el uso de la palabra paz como justificante para la guerra. Podría reconocer que el control militar sostenido de cualquier zona del mundo menoscaba la libertad. Semejante mundo reside, en gran medida, en la posibilidad del lenguaje; en nuestra capacidad para hacer que las palabras signifiquen algo diferente; en nuestro compromiso a tomar medidas ante el consentimiento; y en nuestra voluntad de exigir que se desarrollen las posibilidades del lenguaje. Lenguaje colateral da un paso en esta dirección y, como editores, esperamos que encuentre en estas páginas nuevas maneras de escuchar el mundo que le rodea y la posibilidad de convertir ese mundo en un lugar más justo, libre y humano.
Chomsky, Noam, y Edward S. Herman: Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media. Nueva York: Pantheon Books, 1988.
En castellano: Los guardianes de la libertad: Propaganda, desinformación y consenso en los medios de comunicación de masas. Barcelona: Grijalbo Mondadori, 1990.
Herman, Edward S: Beyond Hypocrisy: Decoding the News in an Age of Propaganda. Boston: South End Press, 1992.
Lakoff, George: “Metaphors of Terror”. 16 de septiembre de 2001, http://www.press.uchicago.edu/News/911lakoff.html.
Williams, Raymond: Keywords: A Vocabulary of Culture and Society. Ed. rev. Nueva York: Oxford University Press, 1985.